La
Bolivianita
El color del amor
El Isosó gritaba y suplicaba por cada uno de sus grietas,
para que su recia tierra sintiera un
poco de agua y refrescara su tan marchita tierra lastimada por el sol y el
calor, estos enemigos intentaban matar
de apoco y tristemente al gigante Isoseño y a sus indios.
Qué triste fue saber que cada uno de estos indios suplicaba ayuda a Su Ñamandú
(dios padre) para que ayudara y los salvara de su triste sufrimiento, y también los libere de Aña (fuerza del mal); pues ningún mal
había hecho esta gente, pero Aña se
había encargado de lastimarlos con la
muerte de sus hijos pequeños, había
cubierto de lagrimas a sus mujeres por sus pechos secos, sin leche para
amamantar a sus hijos; y la comida era tan escasa, que aun yendo por donde termina el sol o cuando comienza, no
encontraban alimento; y a veces, muy de vez en cuando, se encontraban un charco de barro que no servía para saciar
la sed; pues el rio Parapetí había
sucumbido a la maldición de Aña y se
había secado por completo. Los hombres se
lamentaban por éste tiempo, nunca
en su historia se había sabido de castigo alguno como este, ¿qué mal
pudo haber hecho alguno de ellos, para enojar
tanto a Aña y haber impedido que su amado Ñamandú no hiciera nada por ellos?
Mbói chini, el Mburuvicha
(gran jefe) de la tribu, estaba sumamente
afligido por la desgracia de su pueblo, e intentaba que el Payé (chaman) hable con sus dioses para aplacar
la gran desgracia de la tribu, pero el ya viejo Payé, débil de tanto intentar hablar con Ñamandú y pedirle que quite la maldición de Aña, una mañana apareció sin vida, tieso como
la impresión del pueblo; ya nadie podía ayudarlos, nadie podía sosegar su sed,
ni alimentar al hambriento. Sentado en la gran casa del pueblo Mbói chini lloraba por la muerte del Payé, pues era el único vínculo entre su
dios y el pueblo, y se lamentaba y lamentaba, sin saber que pronto otra
desgracia sucumbiría a él y a pueblo.
Buscando caza por las cercanías del rio Parapetí, que antaño era una
fuente de riqueza de vida, donde la caza era buena y el agua
dulce, pero ahora era una herida abierta en medio del Isosó, kavure'i hijo único del Mburuvicha de la tribu, fue
en busca de alimento y accidentalmente o
quién sabe, tal vez continuaba el castigo del pueblo, fue mordido por una serpiente cascabel (casualmente llamada Mbói chini). Lenta y dolorosamente fue despidiéndose de este mundo; causando el
desespero total de la tribu y en
especial del Mburuvicha que
encolerizado por su gran desgracia,
perdiendo a su único heredero, echó una ñe'êngai
(maldición) a Aña y juró vengarse y
dar su vida, y hasta la de su también única hija Panambí (mariposa).
Panambí, una hermosa Kuñita, un poco gastada por la sequia y el hambre, pero aun así era sumamente bella, consolaba a su
dolido padre y entre lagrimas y ruegos, pedía a suplicas a Ñamandú que cuide a su padre por haber maldecido a Aña, que sin duda castigaría con la
muerte al pobre Mburuvicha. Ñamandú había
escuchado el ruego de Panambí.
Una noche de luna llena, cuando solo faltaba poco para que el Sol
anunciara su llegada; aun hasta esa hora se escuchaba los lamentos de los desdichados
indios; cuando de pronto apareció una silueta de hombre grande que venía del
oscuro del Parapetí. Caminaba
lentamente hacia la gran casa, con paso firme y con arma en mano. Éste hombre que
podría ser peligroso para la tribu; pues era un desconocido, y era muy común en
esos tiempo las guerras y tal vez este hombre vino con otros y fuese una
trampa. Todos los hombres se prepararon e intentaron someter al intruso para
interrogarle su procedencia y sus intenciones de su llegada; pero la increíble
fuerza de este enorme indio hizo que todos los hombres salieran volando por
todos lados; el Mburuvicha pensando que era Aña, pues su asombrosa fuerza no era humana, se lanzó hacia El, y
con toda su furia intentó matarlo con su
mazo, pero de un solo golpe dejó
inconsciente al eufórico viejo. Con una potente voz de hombre valiente, sin miedo
a los muchos hombres que había en esa tribu, clamó ser un enviado de Ñamandú: -hombres, solo eso son, cómo
se atreven a querer luchar con kuimba'e Tupâ (hombre dios)- decía con gallardía e ímpetu, y los indios temían
por cada palabra que kuimba'e Tupâ decía. Lo reverenciaron de
inmediato, era el hijo de su Dios así que todos ellos buscaban la manera de
adorarlo.
Ya amaneciendo se pudo divisar que era un Cunumi hermoso, alto, marcados músculos, pero lo más impresionante
eran sus ojos verdes, pues con sus rasgos y su piel de broce hacían que sea aun
más bello.
Este hombre-dios llegó a la tribu
para liberarlos de su miseria, venció los poderes de Aña sobre el pueblo, abrió los cielos y dejó caer la ansiada lluvia
que se vertía por toda la tierra seca, llenándola de vida, reviviendo al Parapetí y dándole su belleza
nuevamente, cubriendo de un verdor que
en muchos años no se había visto y la imponencia del paisaje llenaba los ojos
verdes de kuimba'e Tupâ.
Este hombre-dios de ojos
verdes, hijo del gran Ñamandú vio su
obra hecha; dejó ver su poder y el sometimiento de los elementos a
su antojo, mostrando ser el salvador de este pueblo, llenando de esperanza a los corazones de
estos miserables hombres, que no encontraban salida a su desgracia, hasta la
llegada de kuimba'e Tupâ, su
salvador. Los indios agradecidos por los milagros que sucedieron en la tribu, adoraron a Ñamandú por mandar a su hijo. Nuevamente aparecieron sonrisas en
esta tribu que sufrió tanta hambre y muerte hasta que sus ruegos fueron
escuchados.
Esa noche, de calor sereno y
ambiente tranquilo, se hizo una fiesta en honor a kuimba'e Tupâ que llenó de felicidad nuevamente a la
región; con la música bien suya, con sus bailes y su cantos, mostrando sus
tradiciones y el encanto de sus mujeres, especialmente de la bella Panambí que sin darse cuenta este
hombre-dios fijó sus imponentes ojos verdes en la bella Panambí, quien bailaba alrededor la fogata
nocturna encendida en el medio de la tribu, Panambí también miraba inmutable a kuimba'e Tupâ; fue una noche única para ellos, pues se dieron
cuenta que empezaba a crecer un amor sin límites, aun fuera en contra de la
naturaleza, pues una Kuña (mujer) no
podía estar con un Tupâ (dios), pero no les importó en ningún momento, luego de esa
noche, y varias noches más, fueron encontrándose y amándose. Panambí le demostró que una Kuña podía darle el amor que un Dios necesitaba, ese amor de india que no se puede resistir. Sumisa y dulce lo conquistó.
Kuimba’e Tupâ se enamoró totalmente de Panambí, y también ella, que en tan poco
tiempo él le había robado el corazón y dado una felicidad que nunca ella había
imaginado.
Una mañana calurosa, pues siempre el
verano en el isosó es sumamente cálido,
pero el viento de madruga refrescaba el día, y más a nuestro kuimba'e Tupâ que feliz paseaba por la
gran casa y miraba a los indios recostados con sus familias, con tranquilos
semblantes, no como la primera vez que los vio, con sus ojos gastados de tanto
llorar y débiles de tanto sufrir. Ya empezaba
a amarlos, y en especial Panambí, pensando que podría quedarse
eternidades con ella; sin embargo, ese no era el plan del gran Ñamandú.
Al ver que su hijo estaba siendo
enamorado por una simple Kuña; esa
misma mañana Kuimba’e Tupâ fue
arrebatado por Ñamandú quien se lo llevó y en muchas lunas no se supo
nada de él. La pobre Panambí lloró y esperanzada esperaba a
su indio de ojos verdes; pero pasaron los días y las noches y un verano y otro;
y nunca volvía, ella ya estaba perdiendo la esperanza de su regreso...
qué tristeza fue para ella saber que muy probablemente nunca más vería a su Kuimba’e Tupâ. La tribu también
estaba triste por su partida, pero poco
a poco lo olvidaron, pues la mucha comida y caza los distaría, ya no pensaban
en cosas tristes sino en sus comodidades; y así mismo se olvidaron también de
su amado Ñamandú.
Una noche, cuando Panambí dormía escuchó la vos de Kuimba’e Tupâ que en susurros la llamaba; y encontrándose con él
vio que estaba muy débil, pues había escapado de su padre, y había vuelto para
salvarla a ella, ya que esa tribu se había vuelto insolente y no adoraban a Ñamandú, además una de sus mujeres había
enamorado a su hijo, lleno de ira Ñamandú destruiría la tribu al amanecer.
Queriendo advertir a su gente, Panambi fue y a visó a su padre para que pueda
ayudar a las personas a escapar de la
furia de Ñamandú, mas su padre no hizo caso a la Kuña y siguió durmiendo, aun así ella informó a quien podía encontrar,
pero fueron pocos, pues la noche se
había llenado de borrachos que no creían en castigos. Esta gente se había llenado de una incredulidad
desafiante.
La triste Panambi
fue llevada en brazos de Kuimba’e Tupâ por los cielos muy
lejos de esas tierras, que pronto fueron
arrasadas por la furia de Ñamandú, sí,
como Kuimba’e Tupâ había predicho, al amanecer las destruyó sin piedad; no dejó rastro alguno del pueblo
y nunca más se supo de aquella tribu.
Panambí sumamente triste
por la destrucción de su pueblo lloraba, pero también estaba muy feliz
por estar con amado indio de ojos
verdes, que aun débil cruzaba por esa tierra castigada por Ñamandú, maldita desde entonces, hasta llegar a otras más verdes y mas vastas, que se regaban
por enormes ríos y la vegetación era muy espesa, con animales hermosos, de
colores únicos, y lagunas frescas; fue cuando Kuimba’e Tupâ, aun débil, paró entre dos lagunas muy bellas,
(nosotros las conocemos como La Gaiba y Mandioré) descansó durante varios días,
pues la fuga del reino de su padre no había sido nada fácil, ya que las
cosas que tuvo que hacer fueron
desgastantes, no sabemos qué hizo, pero
lo que sí sabemos es que estaba tan cansado y débil que parecía un mortal.
Mientras Kuimba’e
Tupâ descansaba por el viaje, Panambí,
la bella Kuña, quedó extasiada por la
belleza de estas nuevas tierras, y sus lagunas que la cautivaron tanto, estas
fueron el consuelo y alivio de la pérdida de su amado e inicuo pueblo, y en
especial de su padre. Al despertar Kuimba’e
Tupâ vio que estaba con su Kuña,
y no era sueño como él pensó, se besaron, se amaron, se prometieron tanto amor que ni las lagunas soportarían
tantas promesas.
Panambí pidió quedarse en ese hermoso lugar, y
desde ese momento fue su refugio, un lugar donde nadie podía
impedirles su amor, Ñamandú nunca los
pudo encontrar, desaparecieron del mundo y se sumergieron en su amor.
Pasaron
muchos años, muchas alegrías; el impotente verdor, inmutable en el
infinito fue el hogar de estos seres que nunca pudieron tener
descendencia, tal vez sea por maldición
de Ñamandú,
de todas maneras nunca se supo. Fue su pequeño dolor que nunca pudieron sanar, pero no impidió que
se amaran más. Panambí ya no era la Kuña hermosa que conquistaba a dioses,
los años ya habían entrado en su cuerpo, llenándola de arrugas y cansancio, aun
tenía el fuego del amor en sus ojos, pero el cuerpo estaba despidiéndose de
este mundo; tanto amarse con su Kuimba’e
Tupâ, tanto amar sus ojos verdes, la desgastaron hasta que con una sonrisa
en el rostro de la mano con su amante eterno, se despidió de este mundo, feliz
de haber teniendo la aventura de su vida: su propia vida.
Kuimba’e Tupâ se olvidó que
alguna vez fue un dios, pero su cuerpo
empezó a recordarle que no era un indio cualquiera, pues mientras los
años marcaban la piel de su amada Panambí,
pero a él su piel aun era fuerte y brillante, sus ojos no perdieron nunca su
fuerza, y su amor nunca se cansó de Panambí;
de pronto, sin darse cuenta que el tiempo valía mucho para ellos, los
mortales, vio morir a su amada Kuña en
sus manos, con una sonrisa, sin dolor, feliz de haber amado tanto;
mientras él se ahoga de dolor, por perder a su kuña.
En medio de las dos lagunas la enterró, siempre Panambí amó ese lugar; días y noches lloró Kuimba’e Tupâ, sintiendo la amargura de estar sin ella, lloró
tantos días que fue difícil contarlos, y las noches eran testigos de lamentos
profundos, como si fuera las de un dios en pena; y el verdor imponente caía
suelto a su melancolía. Hasta que en una de esas noches, de tanto llorar en esas tierras, Kuimba’e Tupâ vio que sus lagrimas al secarse
se volvían en piedras, muchas de ellas penetraron la tumba de Panambí antes de secarse; la fusión de los verdes ojos del
indio-dios, mas el amor perfecto que
vivieron estos dos seres y por último las lagrimas que con el tiempo se fueron
convirtiendo en piedra, un color que solo puede recordar, no un amor de dolor y
llanto, sino un amor que fue feliz, estos dos, Panambí y Kuimba’e Tupâ
nunca se cansaron de amarse, fue un sueño placentero toda la vida de Panambí, y por ese amor el color de las
lagrimas de un dios hechas piedras, mas el amor que vivieron, se
tornaron en un violeta genuino.
Nunca más se supo de Kuimba’e Tupâ, se dice que se volvió un ave para cruzar el mundo,
llorando su lamento, y buscando a su Panambí
en otros mundos; pero esa es otra historia.
El Mesiaz