viernes, 29 de junio de 2012

La Bolivianita El color del amor


La Bolivianita
El color del amor


El Isosó gritaba y suplicaba por cada uno de sus grietas, para que su recia  tierra sintiera un poco de agua y refrescara su tan marchita tierra lastimada por el sol y el calor, estos enemigos  intentaban matar de apoco y tristemente al gigante Isoseño y a sus indios.
Qué triste fue  saber que cada uno de estos indios  suplicaba ayuda   a Su Ñamandú (dios padre) para que ayudara y los salvara de su triste  sufrimiento, y también los libere de Aña (fuerza del mal); pues ningún mal había hecho esta gente, pero Aña se había encargado de  lastimarlos con la muerte de sus hijos pequeños,  había cubierto de lagrimas a sus mujeres por sus pechos secos, sin leche para amamantar a sus hijos; y la comida era tan escasa, que aun yendo por donde  termina el sol o cuando comienza, no encontraban alimento; y a veces, muy de vez en cuando, se encontraban  un charco de barro que no servía para saciar la sed; pues el rio Parapetí había sucumbido a la maldición de Aña y se había secado por completo. Los hombres se  lamentaban por  éste tiempo,  nunca  en su historia se había sabido de castigo alguno como este, ¿qué mal pudo haber hecho alguno de ellos, para enojar  tanto a Aña  y haber impedido que su amado Ñamandú  no hiciera nada por ellos?
Mbói chini,  el Mburuvicha (gran jefe) de la tribu, estaba sumamente  afligido por la desgracia de su pueblo, e intentaba que el Payé (chaman) hable con sus dioses para aplacar la gran desgracia de la tribu, pero el ya viejo Payé, débil de tanto intentar hablar con Ñamandú y pedirle que quite la maldición  de Aña,  una mañana apareció sin vida, tieso como la impresión del pueblo; ya nadie podía ayudarlos, nadie podía sosegar su sed, ni alimentar al hambriento.   Sentado en la gran casa del pueblo Mbói chini lloraba por la muerte del Payé, pues era el único vínculo entre su dios y el pueblo, y se lamentaba y lamentaba, sin saber que pronto otra desgracia sucumbiría a él y a pueblo.
Buscando caza por las cercanías del rio Parapetí, que antaño era una fuente de  riqueza  de vida, donde la caza era buena y el agua dulce, pero ahora era una herida abierta en medio del Isosó, kavure'i  hijo único del Mburuvicha  de la tribu, fue en busca de alimento y accidentalmente  o quién sabe, tal vez continuaba el castigo del pueblo, fue mordido por una serpiente cascabel (casualmente llamada Mbói chini). Lenta y dolorosamente  fue despidiéndose de este mundo; causando el desespero total de la tribu  y en especial del Mburuvicha que encolerizado por  su gran desgracia, perdiendo a su único heredero, echó una ñe'êngai (maldición) a Aña y juró vengarse y dar su vida, y hasta la de su también única hija Panambí (mariposa).
Panambí, una hermosa Kuñita, un poco gastada por la sequia y el hambre, pero  aun así era sumamente bella, consolaba a su dolido padre y entre  lagrimas  y ruegos, pedía a suplicas a Ñamandú  que cuide a su padre por haber maldecido a Aña, que sin duda castigaría con la muerte al pobre Mburuvicha. Ñamandú había escuchado el ruego de Panambí.
Una noche de luna llena, cuando solo faltaba poco para que el Sol anunciara su llegada; aun hasta esa hora se escuchaba los lamentos de los desdichados indios; cuando de pronto apareció una silueta de hombre grande que venía del oscuro del Parapetí. Caminaba lentamente hacia la gran casa, con paso firme y con arma en mano. Éste hombre que podría ser peligroso para la tribu; pues era un desconocido, y era muy común en esos tiempo las guerras y tal vez este hombre vino con otros y fuese una trampa. Todos los hombres se prepararon e intentaron someter al intruso para interrogarle su procedencia y sus intenciones de su llegada; pero la increíble fuerza de este enorme indio hizo que todos los hombres salieran volando por todos lados; el Mburuvicha   pensando que era Aña, pues su asombrosa fuerza no era humana, se lanzó hacia El, y con toda su furia  intentó matarlo con su mazo, pero  de un solo golpe dejó inconsciente al eufórico  viejo. Con  una potente voz de hombre valiente, sin miedo a los muchos hombres que había en esa tribu, clamó ser un enviado de Ñamandú: -hombres, solo eso son, cómo se  atreven a querer luchar con kuimba'e Tupâ (hombre dios)- decía con gallardía e ímpetu, y los indios temían por cada  palabra que kuimba'e Tupâ decía. Lo reverenciaron de inmediato, era el hijo de su Dios así que todos ellos buscaban la manera de adorarlo.
Ya amaneciendo se pudo divisar que era un Cunumi hermoso, alto, marcados músculos, pero lo más impresionante eran sus ojos verdes, pues con sus rasgos y su piel de broce hacían que sea aun más bello.
Este hombre-dios llegó a la tribu para liberarlos de su miseria, venció los poderes de Aña sobre el pueblo, abrió los cielos y dejó caer la ansiada lluvia que se vertía por toda la tierra seca, llenándola de vida, reviviendo al Parapetí y dándole su belleza nuevamente,  cubriendo de un verdor que en muchos años no se había visto y la imponencia del paisaje llenaba los ojos verdes de  kuimba'e Tupâ.
Este hombre-dios de ojos verdes, hijo del gran Ñamandú vio su obra  hecha; dejó ver  su poder y el sometimiento de los elementos a su antojo, mostrando ser el salvador de este pueblo,  llenando de esperanza a los corazones de estos miserables hombres, que no encontraban salida a su desgracia, hasta la llegada de kuimba'e Tupâ, su salvador. Los indios agradecidos por los milagros que sucedieron en la tribu,   adoraron a Ñamandú  por mandar  a su hijo. Nuevamente aparecieron sonrisas en esta tribu que sufrió tanta hambre y muerte hasta que sus ruegos fueron escuchados.   
Esa noche, de calor sereno y ambiente tranquilo, se hizo una fiesta en  honor a kuimba'e Tupâ que llenó de felicidad nuevamente a la región; con la música bien suya, con sus bailes y su cantos, mostrando sus tradiciones y el encanto de sus mujeres, especialmente  de la bella Panambí que sin darse cuenta este  hombre-dios fijó sus imponentes ojos verdes en la bella Panambí, quien bailaba alrededor la fogata nocturna  encendida  en el medio de la tribu, Panambí también miraba inmutable a kuimba'e Tupâ; fue una noche única para ellos, pues se dieron cuenta que empezaba a crecer un amor sin límites, aun fuera en contra de la naturaleza, pues una Kuña (mujer) no podía estar  con un Tupâ (dios), pero no les importó en ningún momento, luego de esa noche, y varias noches más, fueron encontrándose y amándose. Panambí le demostró que una Kuña podía darle el amor que un Dios  necesitaba, ese amor de india que no se puede resistir. Sumisa y dulce lo conquistó.
Kuimba’e Tupâ se enamoró totalmente de Panambí, y también ella, que en tan poco tiempo él le había robado el corazón y dado una felicidad que nunca ella había imaginado.
Una mañana calurosa, pues siempre el verano en el isosó  es sumamente cálido, pero el viento de madruga refrescaba el día, y más a nuestro kuimba'e Tupâ que feliz paseaba por la gran casa y miraba a los indios recostados con sus familias, con tranquilos semblantes, no como la primera vez que los vio, con sus ojos gastados de tanto llorar y débiles de tanto sufrir. Ya  empezaba a amarlos,  y en especial Panambí, pensando que podría quedarse eternidades con ella; sin embargo, ese no era el plan del gran Ñamandú.
Al ver que su hijo estaba siendo enamorado por una simple Kuña; esa misma mañana Kuimba’e Tupâ fue arrebatado por Ñamandú  quien se lo llevó y en muchas lunas no se supo nada de él. La pobre Panambí lloró y esperanzada esperaba a su indio de ojos verdes; pero pasaron los días y las noches y un verano y otro; y nunca  volvía, ella ya  estaba perdiendo la esperanza de su regreso... qué tristeza fue para ella saber que muy probablemente nunca más vería a su Kuimba’e Tupâ. La tribu también estaba  triste por su partida, pero poco a poco lo olvidaron, pues la mucha comida y caza los distaría, ya no pensaban en cosas tristes sino en sus comodidades; y así mismo se olvidaron también de su amado Ñamandú.
Una noche, cuando Panambí dormía escuchó la vos de Kuimba’e Tupâ que en susurros la llamaba; y encontrándose con él vio que estaba muy débil, pues había escapado de su padre, y había vuelto para salvarla a ella, ya que esa tribu se había vuelto insolente y no adoraban a Ñamandú, además una de sus mujeres había enamorado  a su hijo,  lleno de ira Ñamandú destruiría la tribu al amanecer.
Queriendo advertir a su gente, Panambi fue  y a visó a su padre para que pueda ayudar  a las personas a escapar de la furia de Ñamandú, mas  su padre no hizo caso a la Kuña y siguió durmiendo,  aun así ella informó a quien podía encontrar, pero fueron pocos, pues la noche  se había llenado de borrachos que no creían en castigos. Esta  gente se había llenado de una incredulidad desafiante.
La triste Panambi fue llevada  en brazos de Kuimba’e Tupâ por los cielos  muy lejos de esas  tierras, que pronto fueron arrasadas por la furia de Ñamandú, sí, como Kuimba’e Tupâ  había predicho,  al amanecer las destruyó  sin piedad; no dejó rastro alguno del pueblo y  nunca más se  supo de aquella tribu.
Panambí sumamente  triste  por la destrucción de su pueblo lloraba, pero también estaba muy feliz por estar  con amado indio de ojos verdes, que aun débil cruzaba por esa tierra castigada por Ñamandú, maldita desde entonces, hasta llegar a  otras más verdes y mas vastas, que se regaban por enormes ríos y la vegetación era muy espesa, con animales hermosos, de colores únicos, y lagunas frescas; fue cuando Kuimba’e Tupâ, aun débil, paró entre dos lagunas muy bellas, (nosotros las conocemos como La Gaiba y Mandioré) descansó durante varios días, pues la fuga del reino de su padre no había sido nada fácil, ya que las cosas  que tuvo que hacer fueron desgastantes, no sabemos qué hizo,  pero lo que sí sabemos es que estaba tan cansado y débil que parecía un mortal.
Mientras Kuimba’e Tupâ descansaba por el viaje, Panambí, la bella Kuña, quedó extasiada por la belleza de estas nuevas tierras, y sus lagunas que la cautivaron tanto, estas fueron el consuelo y alivio de la pérdida de su amado e inicuo pueblo, y en especial de su padre. Al despertar Kuimba’e Tupâ vio que estaba con su Kuña, y no era sueño como él pensó, se besaron, se amaron, se prometieron  tanto amor que ni las lagunas soportarían tantas promesas.
Panambí pidió quedarse en ese hermoso lugar, y desde  ese momento fue su  refugio, un lugar donde nadie podía impedirles su amor, Ñamandú nunca los pudo encontrar, desaparecieron del mundo y se sumergieron en su amor.
Pasaron  muchos años, muchas alegrías; el impotente verdor, inmutable en el infinito fue el hogar de estos seres que nunca pudieron tener descendencia,  tal vez sea por maldición de  Ñamandú, de todas maneras nunca se supo. Fue su pequeño dolor  que nunca pudieron sanar, pero no impidió que se amaran más. Panambí ya no era la Kuña hermosa que conquistaba a dioses, los años ya habían entrado en su cuerpo, llenándola de arrugas y cansancio, aun tenía el fuego del amor en sus ojos, pero el cuerpo estaba despidiéndose de este mundo; tanto amarse con su Kuimba’e Tupâ, tanto amar sus ojos verdes, la desgastaron hasta que con una sonrisa en el rostro de la mano con su amante eterno, se despidió de este mundo, feliz de haber teniendo la aventura de su vida: su propia vida.
Kuimba’e Tupâ  se olvidó que  alguna vez fue un dios, pero su cuerpo  empezó a recordarle que no era un indio cualquiera, pues mientras los años marcaban la piel de su amada Panambí, pero a él su piel aun era fuerte y brillante, sus ojos no perdieron nunca su fuerza, y su amor nunca se cansó de Panambí; de pronto, sin darse cuenta que el tiempo valía mucho para ellos, los mortales,  vio morir a su amada Kuña en sus manos, con una sonrisa, sin dolor, feliz de haber  amado tanto;  mientras él se ahoga de dolor, por perder a su kuña.
En medio de las dos lagunas la enterró, siempre Panambí amó ese lugar;  días y noches lloró Kuimba’e Tupâ, sintiendo la amargura de estar sin ella, lloró tantos días que fue difícil contarlos, y las noches eran testigos de lamentos profundos, como si fuera las de un dios en pena; y el verdor imponente caía suelto a su melancolía. Hasta que en una de esas  noches, de tanto llorar en esas tierras, Kuimba’e Tupâ vio que sus lagrimas  al secarse  se volvían en piedras, muchas de ellas penetraron la tumba de Panambí antes de secarse; la fusión de los verdes ojos del indio-dios, mas el amor  perfecto que vivieron estos dos seres y por último las lagrimas que con el tiempo se fueron convirtiendo en piedra, un color que solo puede recordar, no un amor de dolor y llanto, sino un amor que fue feliz, estos dos, Panambí y Kuimba’e Tupâ nunca se cansaron de amarse, fue un sueño placentero toda la vida de Panambí, y por ese amor el color de las lagrimas de un dios hechas piedras, mas el amor que vivieron,  se tornaron en un violeta genuino.
Nunca más se supo de Kuimba’e Tupâ, se dice que se volvió un ave para cruzar el mundo, llorando su lamento, y buscando a su Panambí en otros mundos; pero esa es otra historia.

El Mesiaz

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